18/6/20

Origen...Y la pregunta por la energía femenina

De la serie "Origen", 2014-2024
De la serie “Origen”, 2014-2024


Hubo un tiempo en el que las mujeres fueron el centro de la creación; o por lo menos, así lo aseguran las primeras tablillas pertenecientes al milenio séptimo a.C., descubiertas en Kotal Heyuk, Anatolia, por el profesor J. Malart. Estas piezas, grabadas con escritura cuneiforme, son testimonio de una época donde la adoración a la diosa madre era central en las creencias humanas, mucho antes de la llegada del politeísmo y, por ende, del dominio masculino en la esfera divina.

La arqueología ha demostrado que fueron las mujeres quienes esencialmente inventaron la agricultura, transformando las bases de la civilización. Las sociedades neolíticas rendían homenaje a lo femenino a través de deidades como Namu e Innana, símbolos del poder creativo y protector de la mujer. Sin embargo, con el tiempo, estas figuras fueron relegadas en los relatos mitológicos, reemplazadas por narrativas que glorificaban lo masculino y condenaban lo femenino.

En la religión sumeria, Namu, la diosa madre-suprema, era un ente hermafrodita que creaba el universo sin ayuda de un compañero masculino. Por su parte, Innana, “La gran diosa madre”, es presentada en mitos posteriores como víctima de una sociedad que comienza a asociar su poder con peligro. Su descenso al inframundo simboliza no solo su condena, sino la pérdida del lugar central que ocupaba la mujer en lo divino.

Con el surgimiento del monoteísmo, estas narrativas se oscurecieron y fueron denigradas. Los hebreos construyeron al dios masculino y, con ello, inventaron una mujer perversa y culpable que reflejaba el pecado. En los textos bíblicos, la mujer es vista como un ser inferior y sometido. El Levítico, por ejemplo, declara a la mujer “impura” durante su menstruación (Levítico 15:19-30) y dobla esta impureza si ha dado a luz a una niña (Levítico 12:1-5). Estas reglas no solo reforzaban su marginalización social, sino que perpetuaban la idea de que el cuerpo femenino, fuente de vida, era inherentemente corrupto.

El cristianismo, a su vez, creó un modelo contradictorio: María, la madre de Dios, fue exaltada, pero bajo condiciones imposibles. Su maternidad se definía por la pureza absoluta: sin deseo, sin voluntad, sin placer. Fue elevada a la “santidad”, pero sin ocupar un lugar en la Santísima Trinidad. No era ni diosa, ni hija de Dios, ni el Espíritu Santo: solo una mujer cuyo mérito radicaba en traer al mundo al hijo de Dios bajo una narrativa de subordinación total. En contraste, su contraparte, Lilith, encarnaba todo lo que el sistema patriarcal condenaba. Lilith era la mujer que negaba sus ovarios, que deseaba a los hombres, que se movía con autonomía. Por eso fue transformada en la representación del demonio. Así, las mujeres fueron encerradas en dos únicas posibilidades: o la santidad sumisa de María o la condena eterna de Lilith.

Esta construcción se extendió a las religiones politeístas, donde lo femenino pasó de ser un símbolo de creación a uno de destrucción. Lo masculino, en cambio, se consolidó como poder bondadoso y racional. Estas narrativas han condicionado la percepción de género durante milenios y siguen resonando en nuestras prácticas culturales y religiosas.

“En mi trabajo artístico, busco cuestionar estas narrativas históricas que nos han alejado de lo divino femenino. ¿Qué pasaría si recuperáramos a las diosas madres, si reimagináramos la figura de María o si reivindicáramos a Lilith como símbolo de libertad y fuerza? El arte es un medio para resignificar estas historias y devolverle a la mujer su lugar central en la creación y la vida.”

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